El elemento común de los sistemas numerológicos –los hubo en China, India, Egipto, Grecia, etc. – es una asociación que se establece entre los números y las letras de los alfabetos para formar claves y mantener secreto el significado de ciertos conceptos y enseñanzas. La numerología se usó también con fines adivinatorios y es como frecuentemente ahora se le conoce. En la Cábala hebrea se denomina gematría al método de interpretar palabras por el valor numérico de sus letras. El valor numérico de cada letra en un nombre particular, se agrega al de la letra siguiente, integrando la suma del conjunto una totalidad que encierra un significado simbólico. Lo mismo puede así una expresión numérica esconder el significado de una palabra, como una palabra el significado oculto de un número. En el Apocalipsis, por ejemplo, este recurso se utilizó –del número a la palabra– para encubrir el significado de la bestia que lleva el número 666. Esta cifra identifica la palabra he phren que en idioma griego, en el que fue escrita la obra, significa “mente”: he = 8, ph = 500, r = 100 y n = 50, (8 + 500 + 100 + 8 + 50 = 666). Se refiere aquí a la mente inferior o egocéntrica, que debe distinguirse de la mente superior o intuitiva (el nous de Platón).
Sin duda el ejemplo más notable en la gematría hebrea –de la palabra al número– es el nombre asignado al Ser Supremo: Yahvé (o Jehová) cuya pronunciación solo conocían unos pocos iniciados y nunca se profería en público. Las consonantes Y, h, v y h fueron asociadas (siglo XIII) a las vocales E, O, A de la palabra Adonay (señor) para reemplazar el nombre impronunciable, Como es sabido, los cabalistas hebreos asignaron números a las letras de su alfabeto como también lo hicieron posteriormente los griegos con su sistema de numeración. Así, los equivalentes numéricos de las 4 letras del nombre sagrado son iod = 10, hé = 5, vau = 6 y hé (de nuevo) = 5. La iod, décima letra del alfabeto y primera de la palabra sagrada, es el elemento gráfico con el que se construyen las demás letras hebreas, las cuales se crean con cambios y permutaciones operados con dicho signo original. Símbolo del principio de todas las cosas, la letra iod preside como unidad germinal la creación del alfabeto judío. De esta unidad primera, como número 10, procede por partición el segundo elemento de la palabra sagrada, la letra hé, cuyo valor numérico (5) es exactamente la mitad del valor de la primera letra (10:2 = 5). Esta manera de representar el desdoblamiento de la unidad por su división es simbólicamente igual a proyectar dicho desdoblamiento como 2 en la emergencia de la serie natural: 1+1 = 2. La división de la unidad totalidad del 10 en dos partes iguales es solo otra forma de expresar la misma idea fundamental del desarrollo. Un equivalente objetivo lo encontramos en la mitosis celular, reproducción de la célula por partición (de partus, parto). La división que contrapone a la unidad (iod, 10) con su desdoblamiento inicial (hé, 5) se resuelve adicionando ambos términos (integración), lo que da por resultado el número 15 cuya reducción a dígitos es 6: 10+5 = 15, y 1+5 = 6. El 6 corresponde a la letra vau, sexta del alfabeto hebreo. En la vau los contrarios se equilibran y sintetizan. Nótese que la unión simple del 10 con el 5 no los transforma aparentemente, pues en el 15 aparecen de nuevo el 1 y el 5. Es solo la fusión de ambos en un solo valor singular la que realiza una verdadera síntesis: el número 6. Por su posición como tercera letra en el tetragrama, la vau equivale simbólicamente al ternario (3), número en el que los dos términos anteriores (1 y 2) se equilibran y sintetizan. El ternario es la fórmula que sintetiza todo ciclo estructurado invariablemente como principio, medio y fin. Finalmente, la repetición de la letra hé en el lugar correspondiente al 4 tiene ahora la misma significación dada a este número en la primera diferenciación, es decir, la de diferenciar nuevamente a la unidad restituida y equilibrada en el ternario. Actúa sobre ella como lo hace el 2 (primera hé) con la unidad original. En otras palabras, representa la transición del ciclo ternario hacia una nueva manifestación cíclica. La misma idea es expresada de un modo explícito en la filosofía china del I Ching, en cuya cosmología no hay en el universo un movimiento intermitente hacia adelante, sino más bien una revolución circular. Todos los cambios que se producen en él tienen su base en esta ley fundamental de perpetuo retorno: "Donde hay un fin, hay un comienzo; tal es el curso del Cielo” (hexagrama 18–Ku).
Una exposición viva y profunda de esta concepción dialéctica del desarrollo, en la filosofía occidental, la encontramos originalmente en Proclo. Nacido en Constantinopla (410 d.C.) y muerto en Atenas (485), este filósofo es junto a Plotino un pilar fundamental del neoplatonismo de la Edad Media. Sus ideas renacerán posteriormente en la filosofía alemana del siglo XIX con Hegel y Fichte. De acuerdo con Proclo, el mundo está gobernado por la ley del desarrollo tríadico.
Distingue en el proceso de emanación de todo ser 3 momentos: (1) el permanecer inmutable de la causa en sí misma, (2) el proceder de ella del ser derivado de dicha causa primera, el cual queda relacionado con ella por su semejanza, a la vez que se le aleja, y (3) el retorno o conversión del ser derivado a su causa originaria. La dialéctica de esta relación entre la causa y lo producido por ella, determina que lo que se separa vuelve a unirse en un proceso circular en el que coinciden el principio y el fin. Todo lo que procede del ser retorna a él en virtud de la semejanza que los une. En el orden de la manifestación del Mundo, el proceso en su conjunto tiene como punto de partida al Ser originario: el Uno, Causa primera y Bien absoluto, incognoscible e inefable, del cual proceden por multiplicidad todos los seres. Es el Alma divina que gobierna el mundo. No viene de ella el mal sino de la imperfección de los grados medios y bajos de la escala del mundo y las deficiencias en la aceptación del bien divino. La facultad superior del alma humana es este Uno en su interior que le da su aptitud para reconocerse en él, para elevarse moral e intelectualmente hasta culminar en su unión extática con él. Los grados finales de este proceso son, según Proclo, el amor, la verdad y la fe. Por el amor, el hombre alcanza la visión de la belleza divina, por la verdad, la sabiduría y el conocimiento perfecto de la realidad, y por la fe, la paz y unión mística con lo incognoscible e inefable (su unión con Dios).