El rito del bautismo es universal. Está conectado con el símbolo del agua como fuente de vida y medio de purificación y regeneración. Fue practicado por inmersión de este elemento y también por rociadura del mismo para remisión de los pecados entre pueblos de la tierra muy separados en la geografía y en el tiempo, lo mismo en Asia que en Europa y América. Así en la India y desde tiempos muy antiguos, el Brahmanismo tenía ritos de iniciación muy similares a los que encontramos en los persas, egipcios, griegos y romanos de la antigüedad. Luego de una invocación al Sol se pedía un juramento al aspirante en el que este se comprometía a la obediencia, la pureza del cuerpo y el secreto inviolable. Era rociado con agua y con esto se suponía que el candidato era regenerado y podía ser investido con la túnica blanca y la tiara. Se marcaba la cruz Tau en su pecho y se la daba la palabra sagrada AUM. Los brahmanes celebraban también la ceremonia en un río: el sacerdote oficiante (gurú) untaba con barro al candidato sumergiéndolo luego tres veces en el agua, al tiempo que decía: “Oh Supremo Señor, este hombre es impuro, como el lodo de esta corriente, pero el agua lo limpia de su impureza. Líbralo tú de sus pecados”. Desde muy tempranas épocas, los ríos fueron investidos de un carácter sagrado, suponiéndose que estaban penetrados de una esencia divina que permitía a sus aguas purificar a quien se sumergiera en ellas de toda culpa y contaminación moral. Así, el Eufrates y el Ganges significaron algo similar a lo que fuera el Jordán para judíos y cristianos. El rito del bautismo se administraba en los misterios de Mithra, de Isis y de Eleusis, como también en las consagraciones báquicas. Los antiguos etruscos realizaban este rito durante el nacimiento de los niños, ceremonia en la que se daba a estos un nombre. Los griegos y los romanos creían que el hombre estaba impedido de una unión perfecta con Dios a causa de su propia imperfección e impureza. Anualmente se celebraba, en Tesalia, un ritual completo de purificación (el museus), que consistía en la inmersión en el agua o en ser rociado por ella. Diógenes Laercio (siglo III), historiador griego, comenta irónicamente: “¡Pobre miserable!, no ves que así como una salpicadura no puede corregir tus errores gramaticales, tampoco podrá reparar los errores de tu vida”. El paganismo tenía dioses y diosas que presidían el nacimiento de los niños. En nombre de estas divinidades se rociaba a los pequeños con agua y se les daba al mismo tiempo un nombre (la diosa romana Nundina, por ejemplo). También los aztecas de Mesoamérica practicaban el rito del bautismo. No lo celebraba el sacerdote sino la partera y constaba de dos partes: el lavatorio ritual del niño y la imposición del nombre. La partera, provista de una jarra de agua, dirigía una breve alocución en la que invocaba al dios Quetzalcoatl y a la diosa del agua (Chalchiuhtlique) para luego humedecer con sus dedos mojados en el agua la boca del recién nacido, hacer lo mismo en su pecho y finalmente salpicar algunas gotas del agua sobre su cabeza. Después de estos ritos la partera presentaba al niño cuatro veces al cielo invocando al sol y las divinidades astrales. Terminados estos ritos se elegía el nombre que el niño debía llevar durante su vida. El bautismo se practicaba asimismo en Yucatán: se administraba a los niños de solo 3 años y se le llamaba “regeneración”. Los judíos conocían el rito del bautismo por agua antes de la época de Jesús practicándolo cuando admitían prosélitos a su religión. No fue costumbre entre ellos, sin embargo, sino hasta después del cautiverio de Babilonia, lo que sugiere que aprendieron el rito de sus opresores paganos. Los esenios, ascetas hebreos de origen budista cuya secta estaba muy extendida en los desiertos de Siria, practicaban también el rito del bautismo. Los baños rituales eran frecuentes entre ellos, según el historiador Josefo, así como en las comunidades de Damasco y Qumran. Juan el Bautista, hoy sabemos, era miembro de esta orden. Mucho antes de los albores del cristianismo, el bautismo de infantes era practicado por los antiguos habitantes del Norte de Europa. Los daneses, suecos, noruegos e irlandeses vertían agua sobre la cabeza de los recién nacidos y les daban a la vez un nombre. En suma, la historia registra el hecho de que en las principales culturas de la antigüedad se administraba el rito del bautismo tanto a los adultos como a los niños con el fin de iniciarlos en una vida nueva.
El agua es el gran disolvente universal, el medio natural de la limpieza física, y por ello, un símbolo de purificación. De aquí que la inmersión en agua o el ser rociado por ella implique la liberación de la mancha del pecado original. En los rituales paganos y también en los cristianos, prevalece la intención de lavar la naturaleza originalmente pecadora común a todos los hombres. El ritual comprende, en general, dos fases de evidente significación simbólica: la inmersión (reducida eventualmente a la aspersión) y la emergencia. La primera lleva a la disolución (muerte) del pecado y un retorno del ser a las aguas originales de vida. La segunda se refiere a la aparición de la gracia que une a quien la recibe a la fuente divina de donde mana la vida renovada. Es muerte y renacimiento: disolución de lo viejo y emergencia de lo nuevo. En la visión paulina: la inmersión del bautizado representa la muerte del hombre viejo pecador, y la emergencia, su resurrección para vivir en adelante la vida del hombre nuevo renacido en Cristo (Rom. 6:3–11). El bautismo es, por lo tanto, un símbolo de la tarea principal que todo hombre viene a cumplir en esta vida, lo que da a su existencia un sentido trascendente: el proceso de purificación que abre el camino hacia su regeneración espiritual. Asignarle un nombre al recién nacido como parte del rito bautismal lleva implícita su aptitud para responder a esa exigencia, o sea para asumir su responsabilidad individual de perfeccionamiento interior.