Para las cosmologías primitivas, el infierno es la morada de los dioses subterráneos y el sitio donde concurren los difuntos. Los babilonios ubicaban el reino de los muertos en las profundidades de la tierra. En la religión irania, las almas debían soportar suplicios refinados en proporción con sus pecados, pero al final, todo poder maléfico sería destruido y los pecadores obtendrían su salvación. En el Tártaro de la mitología griega, lugar más profundo del Hades (el invisible, infierno subterráneo en donde las almas pasaban una existencia lánguida privada de la luz solar) el fuego purificador era el castigo principal. La idea de una condenación eterna es no solo desproporcionada para el entendimiento racional –una causa finita solo puede producir un resultado finito–, sino incompatible con la creencia en un dios clemente y misericordioso. Una vez más, esta idea es resultado de una interpretación literal de textos que tienen solo un significado simbólico: el Infierno, como el Purgatorio y el Paraíso, se refieren a estados de conciencia, no a lugares. Infierno deriva del latín infernus (lo inferior) y con él se alude en forma simbólica a la naturaleza inferior del hombre, la cual, en la perspectiva de su evolución espiritual, está destinada a completar un proceso de purificación y regeneración orientado a su perfeccionamiento. En la tradición judeo cristiana, pese a sus múltiples referencias bíblicas, no hay del infierno (Gehena) fijación dogmática alguna, ni de su existencia ni de su naturaleza. Sus expresiones reflejan el pluralismo cultural y religioso de su tiempo sin alcanzar una concepción unitaria que supere la multiplicidad de sus referencias. El Apocalipsis, por ejemplo, alude a él como un “lago de fuego hirviendo” (Ap., 19:20) al que son arrojados una bestia y un falso profeta. El azufre, principio activo de la Alquimia, transforma el mercurio en cinabrio (droga de inmortalidad para los alquimistas) y es solo un símbolo de la actividad purificadora del espíritu: los instintos (la bestia) y el falso profeta (la mente inferior) son purificados y transformados mediante una poderosa alquimia que transmuta lo inferior en superior, lo mundano en espiritual.
La Divina Comedia es sin duda la obra poética más perfecta de toda la Edad Media. Escrita por Dante Alighieri a comienzos del siglo XVI, describe el viaje de su autor a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, una alegoría que representa el peregrinaje del alma en su ascenso hacia la Divinidad. Plantea la relación del hombre con el universo, del alma con Dios. Obra de composición excepcional, escrita en versos endecasílabos cuyas rimas están ordenadas en tercetos encadenados, la Divina Comedia se divide en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso, integrada cada una por 33 cantos, que con la Introducción, suman 100 (33+33+33) + 1 = 100. El número 10, símbolo de reunificación, está en la base de su estructura. Cada reino está dividido en 10 regiones (Infierno: el Limbo y 9 círculos más; Purgatorio: 3 círculos preparatorios y 7 de los pecados capitales; Paraíso: 9 cielos y el Empíreo, cielo de la luz perfecta). Un cosmos poético que de las honduras de la pasión y la miseria humanas se remonta a las regiones excelsas del espíritu. Empieza describiendo la angustiosa y desesperada situación de Dante quien al abandonar la senda que le guiaba (senda de la virtud y la verdad) se encuentra de pronto perdido en una selva oscura al pie de una montaña. La selva oscura alude a la existencia terrenal, escenario en el que el alma se desenvuelve. La montaña es el símbolo de su posible elevación interior, transposición espiritual del concepto de ascender. Ahí es sorprendido por 3 fieras amenazantes que representan la naturaleza inferior del hombre. Dante es entonces asistido por Virgilio (la mente racional) quien se dice enviado por Beatriz (la mente intuitiva) para servirle de guía con la “elocuencia de la palabra”. Virgilio conduce primero a Dante al Infierno en cuya entrada se lee: “Por mi se va a la ciudad doliente, por mi se va al eterno dolor, por mi se encuentra a la gente perdida…” Representa al alma extraviada y desorientada, llevando una existencia fincada en el deseo y la búsqueda del medro personal (placeres, riqueza, notoriedad), con el yo personal y sus apegos como el impulsor básico de la existencia. Recordemos aquí las primeras dos nobles verdades del budismo: la existencia del dolor y su causa. En el sermón de Benarés, Buda refiere el origen del sufrimiento a la sed insaciable que ocasiona la renovación de los deseos, el ansia por la satisfacción de las pasiones y el afán por el éxito en la vida presente (lujuria, pasión, orgullo).
El Purgatorio (de purgatorius: que purifica) que sigue a continuación, es el sendero de prueba y purificación en el que el alma se libera gradualmente de sus ataduras existenciales. Supuestamente, es la condición previa para poder ingresar en el reino del Paraíso. Es aceptado por el magisterio de la Iglesia pero no hay en la Biblia referencia alguna sobre su estructura o ubicación. Se le representó escasamente hasta el siglo XVI (murales de la catedral de Albi –siglo XV–, “El Purgatorio” de Botticelli) y fue reafirmado por la Contrarreforma ante la negativa protestante de aceptarlo. Sin negar la posibilidad de otros mundos o planos de existencia más sutil que el nuestro, Purgatorio y Paraíso se refieren menos a lugares que a estados de conciencia. En la Divina Comedia, el tránsito de Dante por el Purgatorio y más tarde el Paraíso, puede interpretarse como la descripción alegórica del proceso de purificación y consolidación de virtudes que conducen al alma hacia su perfección. Al ingresar en el Purgatorio acompañado por Virgilio, un ángel escribe en la frente del poeta 7 veces la letra “P” con referencia a los 7 pecados capitales. Cada una de esas letras va desapareciendo a medida que Dante asciende por los 7 círculos de la región que las interpretan (soberbia, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria). Se alude así expresamente a un proceso regenerativo.
Al término de su recorrido Virgilio abandona a Dante (“…y aquí he llegado donde yo mismo no desciendo más, te he conducido por medio del arte y el intelecto…”), siendo asistido ahora por Beatriz (la guía espiritual interior). Con ella recorre Dante las esferas celestes, círculos de luz superpuestos poblados de ángeles y bienaventurados que entonan cantos de alabanza. El Paraíso es el sendero de renunciación en donde el alma confirma su aspiración hacia Dios (sendero místico). Dante recorre los 7 círculos planetarios que según la astronomía antigua rodeaban a la Tierra como esferas de cristal. Cada círculo se refiere, directa o indirectamente, a cualidades o virtudes asociadas con sus respectivos planetas por la tradición astrológica. En el primer círculo que corresponde a la Luna, símbolo de inestabilidad e inconstancia, se encuentran aquéllos que faltaron a sus votos religiosos con lo que indirectamente se exalta la virtud de la constancia y la fidelidad. El siguiente círculo es el de Mercurio, planeta relacionado con la comunicación y el intelecto, al que Dante llama “pequeña estrella que enlaza a los espíritus activos… los que anhelan el saber y se alimentan de su propia luz”. El círculo que sigue es el de Venus, numen de los amantes. En el cuarto está el Sol, donde moran los doctores en la ciencia de la divinidad. El quinto es Marte, lugar en que se exaltan los valores del combate y el sacrificio por la fe. En el sexto, Júpiter, el sentido de la justicia. El último pertenece a Saturno y ahí se condena el lujo y la corrupción, con referencia indirecta a las virtudes de la sencillez y la honestidad que son atributos asociados en la Astrología con este planeta. Aparece en este punto una altísima escalera, símbolo de la contemplación celeste, por la que ascienden y descienden espíritus de luz. El Empíreo, último círculo del Paraíso, alude expresamente a la unificación del alma con Dios como meta suprema de su perfeccionamiento. Dante dirá: “un Dios, una ley, un elemento y un suceso divino, hacia el cual marcha la creación entera”.
Con la aparición del hombre en la Tierra se crea en la naturaleza un reino nuevo. En la perspectiva de la evolución y en el marco de una concepción dialéctica del desarrollo, tiene lugar un salto cualitativo que introduce un cambio radical. No es solo la supremacía de la inteligencia sobre el instinto como motor principal de adaptación (desarrollo del cerebro y del pensamiento abstracto), sino algo más profundo y significativo: el paso de una evolución exterior orientada a la supervivencia, a una evolución interior destinada a la trascendencia, es decir, al control de las fuerzas instintivas de la naturaleza y la actualización de una nueva dimensión: el reino del espíritu. Representa el salto cualitativo del orden colectivo al individual. El hombre está destinado a completar el gran ciclo evolutivo de la vida en forma individual mediante la regeneración de las fuerzas primarias de su naturaleza inferior (reino animal) transformándolas en realizaciones espirituales (reino humano). Su tarea principal consiste en subordinar y controlar dichas fuerzas con su inteligencia y su voluntad, bajo la guía de la intuición. Entendida como un proceso, la evolución interior del hombre manifiesta una amplia gama de realización que partiendo de los niveles más primitivos (hombre inferior) se extiende a los más elevados (hombre superior). En esta vasta escala y en distintos niveles todos los hombres comparten una sola responsabilidad, una tarea común de perfeccionamiento, no en forma colectiva sino individual. Quien trazara la figura de la primera lámina del Tarot (origen de la baraja actual), dejó plasmado en ella una enseñanza. Un “mago” (el hombre), de pie frente a una mesa, alza una mano al cielo sosteniendo un cetro (símbolo de autoridad) a la vez que con la otra apunta a la tierra. Los 4 elementos de la materia están representados en los objetos que yacen sobre la mesa. El simbolismo de la primera lámina manifiesta la misión básica del hombre: transmutar lo inferior en superior, realizar en sí mismo el dominio de la materia por el espíritu como tarea fundamental de su evolución. También el noveno signo del zodíaco, Sagitario, contiene un símbolo excepcional de esta concepción evolutiva del hombre como ser individual. Un centauro porta un arco en posición de disparar una flecha. Mitad hombre y mitad caballo, el sagitario apunta su arma hacia un objetivo celeste, símbolo de sus más elevadas aspiraciones. El cuerpo del caballo es el hombre instintivo, apoyado en la tierra y confinado por sus intereses egoístas, el arquero erguido y alzando el arco es el hombre evolucionado, consciente de su destino, y la saeta dirigida hacia el infinito las metas trascendentes de su espíritu que se vuelven accesibles con el triunfo sobre la naturaleza animal y la libertad ganada en consecuencia. Sagitario es en Astrología un signo que simboliza las aspiraciones más elevadas. Supone perspectiva, superación y meta, en una palabra, perfeccionamiento, como la exigencia bíblica: “Yo soy el Dios Todopoderoso; ve delante de mí, y sé perfecto” (Genesis 17:1), y también: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).
La estrella, luminaria del cielo nocturno y fulgor de la oscuridad, promesa y símbolo de elevación y perfeccionamiento, de la luz espiritual siempre presente, está como palabra final al término de cada una de las tres grandes partes en que se divide la Divina Comedia. En el Infierno: “Entonces salimos para contemplar de nuevo las estrellas”, en el Purgatorio: “Puro y dispuesto a remontarse hasta las estrellas”, y en el Paraíso, intentando el poeta penetrar el misterio de la cúpula mística, concluye diciendo: “El Amor que mueve al Sol y a las demás estrellas”.